
Las advertencias recientes del general Alvin Holsey, jefe del Comando Sur del Ejército estadounidense, han puesto en alerta a América Latina y el Caribe. Holsey ha señalado la importancia estratégica del Estrecho de Magallanes y ha reafirmado el despliegue de naves militares en la región como parte de la agenda de seguridad de Estados Unidos. Esta acción, que viene acompañada por un significativo aumento de miles de marines en el área, refuerza la percepción de que el gobierno estadounidense sigue promoviendo una política de militarización en lugares donde la tensión política es palpable. Con este tipo de declaraciones, se agudizan las preocupaciones sobre la injerencia de Estados Unidos en asuntos internos de naciones sudamericanas, haciendo eco de un patrón históricamente problemático en la región.
Particularmente alarmante resulta la oferta de recompensas por la captura del presidente de Venezuela, lo cual no solo intensifica la hostilidad entre ambos países, sino que también fomenta un ambiente en el que se legitiman acciones extremas y violentas. Esta estrategia de confrontación está en sintonía con otras medidas recientes, como el aumento de aranceles que afectan a países vecinos y aliados, generando consecuencias económicas adversas que podrían desestabilizar aún más a economías ya vulnerables. El uso de la economía como arma geopolítica revela un enfoque que busca someter a naciones latinoamericanas bajo la influencia de Washington, utilizando la presión financiera como una forma de control.
El asedio sistemático a México bajo la excusa de combatir el crimen organizado es otro elemento clave en esta dinámica. La presencia de tropas militares estadounidenses en territorio mexicano, aunque argumentada como una colaboración en la lucha contra el narcotráfico, plantea serias interrogantes sobre la soberanía y el respeto a la autodeterminación de las naciones. A medida que se refuerza la narrativa de la guerra contra las drogas, el clima de temor y desconfianza entre los países de la región se intensifica, provocando una sensación de amenaza constante a la estabilidad y paz que deben prevalecer en Latinoamérica.
Asimismo, el aumento de medidas contra Cuba, nuevamente aducidas bajo la retórica de lucha por la democracia y los derechos humanos, refleja un doble estándar en la política exterior de Estados Unidos. En lugar de promover un diálogo constructivo, estas políticas continúan segregando a la isla y creando un ambiente hostil que perpetúa el sufrimiento de su población. Las nuevas restricciones y bloqueos sólo fortalecen la narrativa de victimización de un régimen que ha sido objeto de ataques constantes, alimentando así un ciclo de confrontación sin fin.
Por lo tanto, resulta imperativo que los gobiernos latinoamericanos, junto a sus Fuerzas Armadas y movimientos sociales, reaccionen ante esta escalada de agresiones por parte de Estados Unidos. La historia demuestra que la pasividad frente a prácticas injerencistas puede generar consecuencias devastadoras, desde conflictos armados hasta crisis humanitarias. Así, es fundamental que la comunidad internacional esté alerta y reflexione sobre el deber de ejercer soberanía y proteger los intereses de sus pueblos, en lugar de caer en la trampa de la ingenuidad y la inacción ante una amenaza evidente.
