
En el impresionante Alto sobre Cusco, donde el aire se torna más ligero y las montañas de los Andes parecen inhalar luz, las salinas de Maras brillan en un blanco deslumbrante. Desde la perspectiva de un dron, estas terrazas evocan la imagen de un glaciar congelado que se quiebra en mil espejos. Sin embargo, para las familias que han explotado estas minas durante generaciones, estas terrazas no son meras reliquias; son el pulso vital de una economía que aún persiste en un sistema basado en la reciprocidad. En el Valle Sagrado de los Incas, cinco siglos de sal y solidaridad han logrado resistir las fuerzas del individualismo y la avaricia que caracterizan a la vida moderna.
La esencia del trabajo en las salinas de Maras radica en la práctica del ayni, un concepto quechua que simboliza la ayuda mutua. El salinero Uriel, perteneciente a una familia de cuarta generación, explica que el día comienza con una pregunta fundamental: «¿Cuál estanque necesita ayuda hoy?» Este esfuerzo colaborativo no se da por órdenes arbitrarias; en cambio, se nombra de manera consensuada y se lleva a cabo con un sentido de comunidad que trasciende el tiempo. Esta cultura de trabajo conjunto, donde cada familia asume responsabilidad y ofrece apoyo a los demás, revela una forma de resistencia que es tanto silenciosa como poderosa. Por encima de la producción, el ayni cimenta una identidad local que promueve la sostenibilidad y la confianza entre los habitantes de Maras.
El proceso de extracción de sal en Maras no es solo una práctica económica; es una tradición que ha perdurado a lo largo de los siglos. Según el Ministerio de Cultura de Perú, la sal se extraía aquí incluso antes de que los incas construyeran su imperio. A lo largo del tiempo, los intentos de nacionalizar la producción han fracasado, pues las familias han continuado cuidando de sus parcelas y manteniendo vivas las tradiciones. Este modelo de gestión local permite que cada estanque produzca entre 150 y 250 kilos de sal al mes durante la temporada seca, adaptándose a los cambios estacionales y manteniendo la riqueza dentro de la comunidad. La historia de estas salinas no solo es un relato de resistencia ante la explotación, sino un ejemplo brillante de economía circular.
La economía de Maras es un híbrido que combina flexibilidad y justicia, donde cada bolsa de sal pesa cincuenta kilos y se transporta a mano por senderos estrechos. La colaboración entre las familias significa que los impactos de malas cosechas se mitigan a través de la solidaridad mutua. Esta práctica contrasta con la evolución moderna, donde muchas comunidades rurales enfrentan la amenaza de intermediarios que buscan maximizar ganancias en el ámbito turístico. En Maras, el enfoque en dejar una herencia para las futuras generaciones se convierte en un acto decisivo de progreso sostenible. La preservación de tradiciones ancestrales y la creación de sistemas que beneficien a la comunidad forman un modelo de gobernanza que enfrenta el futuro sin sacrificar la esencia del pasado.
Sin embargo, la creciente popularidad de las salinas atrae tanto a turistas como a influenciadores, lo que pone en riesgo la autenticidad de estas prácticas tradicionales. Ilda, propietaria de una pequeña tienda en Pichingoto, observa cómo la moda influye en su negocio, recordando la importancia de mantener el control local. Las cooperativas están implementando reglas que garantizan que la propiedad y los beneficios permanezcan en manos de los residentes. A través de la educación y programas que fusionan prácticas ancestrales con estándares modernos, Maras traza un futuro donde la cultura y la economía se entrelazan. Así, las salinas no son solo el sustento de la comunidad, sino un legado vivo que resuena con el valor de la ayuda mutua, un principio vital que recuerda que la verdadera riqueza se encuentra en lo que compartimos y sostenemos juntos.
