En un alarmante relato sobre la violencia racial, el autor Federico Pita denuncia que el genocidio antinegro no es simplemente un exceso retórico, sino una cruda verdad que persiste a lo largo de la historia. Pita señala que las violaciones sistemáticas contra las comunidades negras en lugares como Río de Janeiro, el Chocó colombiano, el este del Congo y Sudán son parte de una misma narrativa de exterminio. Más de 130 jóvenes negros fueron asesinados en una masacre llevada a cabo por la policía en una favela brasileña, una acción que refleja una antigua tradición de violencia justificada en nombre del orden y la seguridad. Estas tragedias, lejos de ser incidentes aislados, forman un patrón intercontinental sustentado por el racismo estructural, que establece qué vidas son consideradas valiosas y cuáles, desechables.

El genocidio antinegro, tal como lo describe Pita, no se limita a la violencia física; se inscribe en un contexto de invisibilización y deshumanización cotidiana. Las comunidades afrodescendientes sufren desplazamientos y masacres en el Chocó, donde el fuego cruzado entre diferentes grupos armados se lleva sus vidas y territorios. La apatía internacional ante estas crisis refleja una jerarquía racial que no solo se manifiesta en el uso de la fuerza, sino también en el silencio que acompaña los informes de muertes que no llegan a los titulares de la prensa. Estos eventos, aunque distantes en geografía, están conectados por una misma situación de opresión continua que trasciende fronteras y tiempos.

Pita resalta que el genocidio antinegro no es un fenómeno reciente, sino un régimen con raíces profundas que se remonta a la época de los barcos negreros y a las estructuras coloniales que perpetuaron la desposesión. Este régimen ha sido legitimado por aquellos que, en nombre del progreso, han justificado la destrucción de comunidades enteras en África y en América Latina. Con cada bala policial que penetra un cuerpo negro y cada justificación mediática que minimiza estas muertes a través de la criminalización de las víctimas, se perpetúa un ciclo de violencia impune que normaliza las desigualdades raciales.

La retórica del progreso y la inclusión a menudo oculta realidades brutales donde las vidas de los afrodescendientes son sistemáticamente menospreciadas. La incapacidad de reconocer el genocidio antinegro en los estudios académicos y en los discursos políticos refleja un pacto de silencio que impide una comprensión cabal de la desigualdad racial. Este silencio no solo margina a las víctimas de la narración histórica, sino que también consolida un orden económico y social que se beneficia de su sufrimiento, contribuyendo a la perpetuación de la pobreza y la exclusión.

En el contexto argentino, la negación de la existencia de una herencia afroargentina se convierte en una forma de genocidio cultural. Al afirmar que no hay negros o que las comunidades originarias son minorías, se va formando una narrativa que blanquea y eleva a una identidad nacional construida sobre la violencia. La redacción de la historia excluye las voces negras e indígenas, perpetuando un relato que favorece una imagen de nación blanca y civilizada. Para Pita, la salida es clara: romper el silencio, nombrar el genocidio antinegro y reivindicar una verdad que, frente al desinterés de muchos, es urgente y necesaria para que se reconozcan las injusticias que seguimos viviendo hoy.