En el contexto actual de las poblaciones más golpeadas por el narcotráfico, los medios de comunicación han comenzado a explorar la voz de sus habitantes. Este aparente esfuerzo por humanizar la discusión se presenta como un intento por entender el sufrimiento y la realidad cotidiana de aquellos que viven bajo el yugo de la violencia, la corrupción policial y la desatención estatal. Sin embargo, este enfoque, lejos de ser un paso hacia la justicia social, revela un grave problema ideológico: la transformación de un conflicto de clases en un simple asunto de «falta de Estado» o de carencia de políticas públicas. De este modo, se despolitiza un fenómeno social que refiere a la inequidad estructural, ocultando las dinámicas subyacentes que lo propician.

Los análisis que pretenden arrojar luz sobre esta problemática suelen relegar al narcotráfico a la categoría de una «economía paralela», ignorando que representa una forma de acumulación capitalista que opera con las mismas reglas que las empresas formales. El narcotráfico no es un fenómeno aislado, sino que es parte del sistema, evidenciando la explotación y las relaciones de poder que perpetúan la desigualdad. De esta manera, se sostiene que el narco actúa como un «gestor informal» de la sociedad, creando empleos precarios y administrando subsidios, aunque a costa de implementar la violencia y el miedo, reafirmando así las relaciones de dominación ideológica en los barrios marginalizados.

El Estado, al permitir a las organizaciones criminales ocupar espacios que deberían ser de protección y desarrollo para la ciudadanía, se convierte en cómplice de una situación que favorece a la burguesía, que prefiere balas a salarios dignos. Este vacío de poder configura un contexto en el que las oportunidades laborales son escasas y las alternativas son reemplazadas por trabajos informales y precarios, que mantienen a la población en un estado de vulnerabilidad. Así, el narcotráfico sostiene un ciclo de miseria y desigualdad, donde las comunidades son atrapadas en una red de clientelismo que las hace dependientes de un sistema que las condena a la marginalización.

Las propuestas de solución que emergen del debate público a menudo apelan a un mayor intervencionismo estatal, pidiendo más programas sociales sin cuestionar las dinámicas de clase en juego o el carácter represor de las fuerzas policiales. Se sueña con un capitalismo más humanizado, con la integración de ONGs y proyectos comunitarios, pero esta visión no aborda el problema de fondo: la necesidad de una transformación radical del Estado y de la sociedad. La mera falta de políticas no es el problema; lo que se requiere es una reorganización del poder que cuestione la propiedad privada y la alienación que sufren los trabajadores en sus territorios.

Finalmente, el narcotráfico, lejos de ser el enemigo principal, debe ser visto como una manifestación de un capitalismo que expulsa y segrega, un administrador de la miseria por cuenta de un sistema que ya no necesita de la clase obrera en su totalidad. La verdadera lucha no debe centrarse en erradicar al narco como un mal externo, sino en confrontar al capital que lo sostiene y reproduce. Como señala Lenin, la falta de una teoría revolucionaria solo lleva a la perpetuación de la derrota y la alienación. Escuchar a las comunidades es un primer paso, pero sin un análisis de clase profundo, solo se escuchará el eco de las injusticias que perduran en el tiempo.