Los herederos del pinochetismo en Chile continúan sosteniendo que el país enfrenta una crisis profunda, proclamando que ‘Chile se cae a pedazos’. Encuentran culpables en la inestabilidad política, la falta de certidumbres y la proliferación de reformas, de las cuales, curiosamente, se desmarcan, a pesar de haber estado en el gobierno durante períodos cruciales de la transición. Sin embargo, el verdadero deterioro no es un fenómeno reciente; comenzó muchos años antes, evidenciando un sistema que, al priorizar la acumulación de riqueza privada, ha dejado a la gran mayoría marginada. Las acusaciones de la derecha no logran ocultar que la desaceleración económica y el aumento de desigualdad son el resultado de un modelo agotado en su incapacidad de proporcionar beneficios a todos los chilenos.

La promesa del ‘milagro chileno’ se ha visto desacreditada en los últimos años. Mientras que en la década de 1990 y principios de 2000, Chile brillaba por su estabilidad macroeconómica y crecimiento constante, hoy se enfrenta a un crecimiento inferior al 2% anual, lo que sitúa al país lejos de la dinámica económica deseable. La inversión privada, en un estancamiento preocupante, está concentrada en sectores como la minería y el comercio minorista, mientras la verdadera innovación brilla por su ausencia. A pesar de que los bancos reportan utilidades récord, el país se ha convertido en un espacio donde pocos acumulan riquezas a expensas de la gran mayoría, reafirmando la critica social hacia un modelo que respalda el beneficio de una élite.

El modelo neoliberal ha demostrado ser una trampa para muchos chilenos, donde la educación, salud, y pensiones están privatizadas y concebidas como mercancías en lugar de derechos. Más de 75% de los hogares chilenos viven en deuda, alimentados por un consumo que se ha vuelto insostenible al depender del crédito para subsistir. El estallido social de 2019 fue el grito de una ciudadanía exhausta que trabaja más pero gana menos, cada vez más consciente de las disparidades que el sistema neoliberal perpetúa. Las promesas de un futuro de movilidad social se desvanecen frente a un sistema que premia la herencia y no el esfuerzo, revelando las fallas estructurales de una economía que se presenta como moderna pero se sostiene en viejas prácticas.

Hablar de un Chile que se cae a pedazos ignora las raíces profundas de un sistema en crisis. La verdadera ruptura no es entre reformas estatales o la ausencia de ellas, sino la incapacidad del neoliberalismo de adaptarse a una realidad cambiante que demanda más equidad y justicia social. Este se ha vuelto un modelo que no solo ha dejado a grandes sectores de la población fuera del progreso, sino que ha perdido su razón de ser al dejar de satisfacer las necesidades más básicas de la sociedad. En este contexto, llamar a preservar el statu quo desafía las aspiraciones de un país que busca transformar su estructura económica para que la riqueza sea un bien común en lugar de un privilegio.

Con las elecciones presidenciales y parlamentarias a la vuelta de la esquina el 16 de noviembre, la ciudadanía chilena se enfrenta a una decisión crítica: continuar con un modelo neoliberal que ha mostrado su incapacidad de cumplir promesas de desarrollo o abrazar un modelo de desarrollo económico con sensibilidad social y respeto a los derechos humanos. La democracia económica se ha convertido en un imperativo para alcanzar una democracia política plena en el país. Lejos de desmoronarse, lo que realmente se está transformando es la concepción de un modelo que alguna vez prometió bienestar. Los chilenos están en la búsqueda de un futuro mejor, desde la premisa de que el país no se derrumba; en cambio, está cambiando hacia un mejor destino.